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lunes, 24 de febrero de 2025

La Amistad a Través del Tiempo

Compañeros De la Salle 60 en uno de los almuerzos programados en el 

Restaurtant Boga Boga, de Santo Domingo.


Conocer a una persona durante muchos años suele permitir que se desarrollen lazos de amistad que pueden perdurar hasta el final de la vida.

Así ha sucedido conmigo, y estoy seguro de que con muchas otras personas también. Aún conservo amistades de mi vecindario de infancia, y cuando nos encontramos, nos saludamos como si nos viéramos todos los días. Lo mismo ocurre con mis amigos de la adolescencia y de la escuela. Precisamente, un grupo de antiguos compañeros del Colegio de La Salle hemos formado una comunidad a la que llamamos DLS 60 (De La Salle 60), con el propósito de prolongar en el tiempo aquellos años de estudio, deporte, confidencias y vivencias inolvidables. Es una forma de mantener viva esa etapa de nuestras vidas en la que nuestra única responsabilidad era asistir a la escuela y, aunque no siempre fuéramos los mejores estudiantes, disfrutábamos de la camaradería y la alegría de la juventud.

Llamamos DLS 60 a nuestro grupo porque terminamos el bachillerato en 1960. Sin embargo, muchos de los que no culminamos en La Salle, sino en otros colegios, también formamos parte de la comunidad, pues compartimos al menos la primaria juntos.

Esta amistad que ha perdurado a lo largo de los años me lleva a preguntarme:

  • ¿Cómo se forman esos lazos que, lejos de debilitarse, se vuelven más sólidos con el tiempo?
  • ¿Por qué, en lugar de alejarnos, nos acercamos más en esta última etapa de la vida?


En la juventud, la amistad surge de manera natural, impulsada por la convivencia diaria y la necesidad de compartir experiencias. Sin embargo, con los años, esas amistades adquieren un nuevo significado: se convierten en testigos de nuestra historia, en lazos que nos recuerdan quiénes fuimos y cómo hemos llegado hasta aquí. Quizás sea por eso que, en lugar de alejarnos, buscamos acercarnos más.

A lo largo del tiempo, algunos amigos han partido de este mundo, otros viven en el extranjero o en ciudades del interior, algunos tienen problemas de salud y otros, por diversas razones, no participan activamente en los encuentros. Sin embargo, la mayoría sigue manteniendo vivo este vínculo y se reúne con entusiasmo cada tres meses.

Pero me sigo preguntando:

  • ¿Por qué algunos participan con frecuencia y otros menos?

Es cierto que factores como la distancia, la salud o los compromisos personales influyen, pero, aun así, hay algo que nos sigue uniendo. Tal vez sea el deseo de revivir momentos felices, la necesidad de pertenencia o simplemente el reconocimiento de que la verdadera amistad, esa que se forja con los años, nunca se extingue.

En cada encuentro, las anécdotas resurgen, las risas nos transportan al pasado y, por un instante, volvemos a ser aquellos muchachos que corrían por los pasillos del colegio sin preocupaciones. No importa cuánto tiempo haya pasado ni los caminos que cada uno haya tomado; al final, seguimos siendo los mismos amigos de siempre.

La amistad es, quizás, uno de los tesoros más valiosos que podemos conservar en la vida. Es un refugio, un puente hacia nuestros recuerdos y una prueba de que el tiempo puede pasar, pero los lazos genuinos permanecen.


domingo, 8 de septiembre de 2024








DE ARBOLES QUE TRAEN RECUERDOS


por Juan Mansfield


"De árboles que traen recuerdos" suena a un título poético y evocador, perfecto para un relato que explore la conexión entre la naturaleza y las memorias del pasado. Así que, hoy domingo amanecí con el recuerdo de un árbol que había frente a la casa en la calle Luisa Ozema Pellerano de esta ciudad de Santo Domingo donde vivi parte de mi niñez y adolescencia en los años 50s del pasado siglo XX.


Tan pronto me levanté fui en mi vehículo al lugar donde estaba ese árbol. Ahí encontré dos árboles, uno al lado del otro y quise pensar que el árbol de la izquierda que aparece en la foto es el árbol original de mi niñez y adolescencia, pero puede que sencillamente sean ambos descendientes de aquel árbol que siempre tengo en la memoria. Ese árbol fue sembrado por la señora Josefa Marra de las matronas del vecindario y abuela de quien fuera mi amigo Eduardo Latorre (RIP). 


Ese árbol es parte de mi niñez y adolescencia porque era un testigo callado y discreto de toda la cotidianidad del vecindario donde crecí, donde me relacioné con mis primeros amigos, donde jugué en sus calles, desde donde iba para la escuela todos los días y desde donde iba también a los lugares de diversión. También ese árbol de alguna forma u otra me conecta con mis padres ya idos hace muchos años y con todas las vivencias de una adolescencia feliz.


De hecho con la excepción de unas pocas casas del vecindario es el único elemento que queda sin modificar, ya que todo el entorno ha sido presa de cambios estructurales que desdibujaron la geografía arquitectónica del viejo vecindario.


El árbol puede simbolizar la permanencia en medio del cambio, siendo testigo de mi crecimiento, de las primeras amistades, de los juegos en la calle y de las despedidas a lo largo de los años.


Ese árbol, plantado al frente de mi casa, no solo se enraizó en la tierra, sino también en mi memoria, conectando vivencias felices, con los caminos de mi vida. A través de ese árbol, se evoca el recuerdo de mis  padres y la estabilidad que me brindaron en los años formativos. Cada vez que miro hacia atrás, los momentos que vivi junto a ese árbol cobran vida y me hacen recordar el hogar, la familia y una adolescencia marcada por la alegría.


Este relato podría ser un viaje nostálgico y emotivo, un homenaje a los lazos invisibles que los pequeños detalles de la vida, como un árbol frente a la casa paterna, establecen con quienes fuimos y a quienes amamos.


Es fascinante cómo los lugares que marcaron nuestra infancia pueden desatar una avalancha de recuerdos con solo poner un pie en ellos. Volver a ese sitio, donde las casas han cambiado y muchas caras ya no están, es como caminar por una mezcla de pasado y presente. A pesar de los cambios, los árboles parecen ser los guardianes silenciosos de ese tiempo, resistentes al paso de los años.


A veces, la nostalgia nos permite conservar esos pequeños pedazos de lo que fuimos, como si esos árboles se resistieran a desaparecer para ofrecernos una continuidad entre lo que somos ahora y lo que fuimos entonces. 


El árbol no solo representa el vecindario donde jugaba y compartía con amigos, sino también una conexión profunda con mis padres y mi hermano y con una época que ya no es, pero que vive intensamente en mi memoria. Es como si ese árbol fuera un portal, un testigo de los momentos felices y las despedidas, un ancla que me mantiene unido a esos días de inocencia, aunque el entorno haya cambiado irremediablemente.



Al final, quizás no importa si estos árboles son los mismos o descendientes de aquel que marcó mi niñez. Lo importante es lo que ellos representan: un refugio de recuerdos, un vínculo entre el pasado y el presente. Como dijo Herman Hesse, "Los árboles son santuarios. Quien sabe escucharlos, puede aprender la verdad." Y la verdad es que estos árboles, reales o imaginarios, me han enseñado que hay cosas en la vida que, aunque transformadas, siempre permanecen con nosotros. En sus raíces, en su sombra, habitan los ecos de una infancia feliz, de aquellos que ya no están, y de todos los momentos que siguen vivos en mi memoria.

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